Con la aprobación de la Ley Marco de Autonomías y Descentralización se ha dado fin a más de 16 años de vigencia de la Ley de Participación Popular, que fue el inicio de la descentralización política y administrativa del país, y de grandes transformaciones políticas a raíz de su implementación.
Con esta Ley se reconoció “personalidad jurídica a las comunidades indígenas, pueblos indígenas, comunidades campesinas y juntas vecinales”, como organizaciones territoriales de base que tienen relación con los órganos públicos. Se delimito la jurisdicción del Gobierno Municipal a la Sección de Provincia, ampliando sus competencias y transfiriéndole “la infraestructura física de educación, salud, deportes, caminos vecinales, microriego, con la obligación de administrarla, mantenerla y renovarla”.
Se dotaron de recursos de la coparticipación tributaria a los Gobiernos Municipales y las Universidades, a partir del principio de distribución igualitaria por habitante, buscando corregir los desequilibrios históricos existentes entre las áreas urbanas y rurales. Con ella nació la autonomía municipal, y nos llevo un buen tiempo entender que la descentralización estaba incompleta.
La Asamblea Constituyente, era el espacio ideal para completar el proceso iniciado con la Ley de Participación Popular y sus modificaciones posteriores, permitiendo a las autonomías indígenas y departamentales participar institucionalmente en la toma de decisiones del Estado. Pero todos conocemos la triste historia de la aprobación de la Nueva Constitución. La Ley Marco de Autonomías y Descentralización se convertía en la oportunidad redentora para resolver los problemas estructurales que hacen a la pobreza, la falta de provisión de servicios básicos, el poco acceso a la vivienda, mejor calidad de los servicios de salud y educación, a través de la reasignación de competencias y recursos. Pero parece que la lógica es mantener el status quo, para preservar el control central.
Quienes creemos que la autonomía es una forma de gobierno que permite atender la diversidad étnica, lingüística, cultural y territorial de nuestro país, tendremos que esperar casi un lustro para proponer modificaciones a las normas que nos permitan dar saltos cualitativos en la calidad de vida de nuestros conciudadanos menos favorecidos con mejores oportunidades.
Los retos pendientes serán completar los anhelos de descentralización política, administrativa y fiscal, permitiendo que las particularidades tengan espacio en la administración de necesidades y capacidades, traducidas en fortalecer las instituciones que logren mejorar las condiciones de vida de sus estantes y habitantes.
“El rey ha muerto, ¡viva el rey!” parecería la frase adecuada para narrar la muerte de dicha ley y el nacimiento de la nueva ley, que como en la monarquía se cambia de nombre pero se preservar la institución. Al mismo tiempo oración fúnebre y aclamación, parece un contrasentido y una afirmación firme y categórica. Claro, la nueva Constitución y en consecuencia el Estado Autonómico, obliga a la renovación de la legislación correspondiente. Falta todavía saber si el nuevo rey, será tan generoso como su antecesor.
En todo caso, quienes diseñaron la Ley de Participación Popular entendieron que era necesario acercar el gobierno a la gente y permitir canales institucionales de participación ciudadana en la elaboración de políticas públicas. Lo irónico, es que la existencia misma de su verdugo no hubiese sido posible sin la existencia de dicha norma. Que en paz descanse.
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